En la Península Ibérica los pastores llevan más de 1.000 años cuidando a sus rebaños de corderos y ovejas. Un trabajo con el que los han guiado a los mejores pastos través de cañadas, cordeles, caminos y veredas. Un total de 125.000 kilómetros que atraviesan la Península Ibérica ocupando más de 400.000 hectáreas distribuidas por todo el territorio nacional. En el pastoreo tradicional, aún sobreviven algunas prácticas ancestrales, como la trashumancia. Los corderos con sus rebaños pasan el invierno, de diciembre a mayo, en la zona más cálida, pero en cuanto llega el verano, se vuelve a los valles montañosos en busca de pastos frescos y allí permanecen de mayo a diciembre. Una actividad enfocada a aprovechar los recursos naturales y los mejores y más abundantes pastos.
Las prácticas tradicionales se han adaptado a los sistemas industriales y son enriquecidas con las nuevas tecnologías. Sin embargo, el cordero de campo sigue saliendo de sus rediles diariamente hacia paisajes autóctonos diferentes, donde los pastos ofrecen alimentos distintos. La alimentación de unos y otros se trasmite caracterizando el sabor de la carne de cordero que tanto nos gusta.
El trabajo de las ovejas para mantener los ecosistemas.
El pastor silba alentando al rebaño para continuar su camino. Marcha a la cabeza, mientras el perro vigila atentamente el rebaño manteniéndolo así unido. Sus ladridos se pierden entre el ruido cadencioso de los cencerros. Las ovejas avanzan, van a pastar al campo. Un terreno donde se observa la mano del hombre y en el que se mezclan bosquetes, con pastizales, con zonas de matorral y sembrados. Dicen los expertos que en los terrenos bien gestionados por una cultura pastoril la biodiversidad aumenta.
La naturaleza de la Península Ibérica tiene un vínculo inquebrantable con las culturas locales. No solo porque se preserva la continuidad de razas ovinas autóctonas, sino también, porque a su paso, ovejas y corderos contribuyen a una mayor proliferación animal y el cuidado del entorno vegetal. Los pastores han modelado durante siglos con su trabajo los paisajes que hoy conocemos. Pero, ¿cómo la hacen?
La ganadería extensiva, que así es como se llama al pastoreo que se produce en terrenos de gran extensión, favorece la polinización de las plantas. En las épocas de floración, el polen se adhiere a la lana de las ovejas y en ella viajan de un lado a otro trasladado por los animales a distintos emplazamientos donde florecer. Pero hay más.
Según la asociación Trashumancia y Naturaleza, un rebaño de 1.000 ovejas aporta diariamente alrededor de tres toneladas de estiércol. Este, a su vez, está cargado con cerca de cinco millones de semillas y como la digestión de corderos y ovejas tarda alrededor de cinco días, las semillas pueden ser diseminadas a kilómetros de distancia, lo que facilita su germinación.
En sus salidas al campo, los corderos y ovejas caminan por diferentes terrenos, y al hoyarlo, remueven la tierra. De esta manera evitan que los pastos se agosten. Los animales en su rumiar, limpian de maleza los bosques, los montes y los campos de cultivo. Esto también es tremendamente beneficioso para el ecosistema rural, ya que de cara al verano, se evitan incendios que devasten los terrenos.
Como parece lógico, todo este movimiento afecta irremediablemente a la topografía y la estructura de la vegetación, más rica, nutritiva y abundante, gracias a la cría de corderos. Pero también el resto de animales (grandes y microscópicos) se ven beneficiados por la actividad pastoril.
Ovejas y corderos necesitan instalaciones especialmente preparadas para ellos, estas instalaciones implican la siembra de praderas para el pasto y la construcción de bebederos. Pues bien, además de ellos, corzos, ciervos, gamos y otros rumiantes silvestres se aprovechan de estas facilidades.
Terminamos, aunque no por ello es un punto menos importante, con las consecuencias beneficiosas que el pastoreo aporta al suelo. El estudio ‘Ecología del pastoreo e interacción suelo-planta-herbívoro’ de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) han demostrado que los corderos ayudan a conservar la riqueza microbiológica del suelo donde pisan. Los investigadores comenzaron el proyecto hace 10 años e instalaron cercados capaces de impedir el paso a los herbívoros de las diferentes zonas. 5 años después comenzaron a evaluar las diferencias entre estos cercados y otros donde sí se producía la actividad del pastoreo.
Pues bien, los resultados demuestran un cambio en la actividad de los microorganismos del suelo. Primeramente, los investigadores observaron que el suelo estaba menos compactado y como el ganado no se había comido el manto vegetal, esté era mayor, pero con muy poca calidad nutritiva, que además impedía que el calor llegase al suelo. Con ello, durante el verano la temperatura del suelo descendía y a consecuencia los microorganimos reducían su actividad, la producción de biomasa. Así, las emisiones CO2 aumentaban. Además, el exceso de hierba impedía el crecimiento de otras especies vegetales.
El pastor, es por tanto el director de los campos, que usa su cayado como una batuta indicando a los corderos por dónde pasar. En su trajinar va haciendo camino y ayudando a la riqueza de la biodiversidad tal y como la conocemos. Ya no podemos pasar sin darnos cuenta, que sin su trabajo, ya no habrá sendero, porque todo habrá cambiado.